Viaje y primer contacto con Shanghái

En un lugar del cielo del cuyo nombre... bueno no creo que nadie haya puesto nombre a los límites infinitos del cielo tal y como se empeñan en hacer en nuestro pequeño planeta. Mirar su inmensidad desde el aparato volador en que me encuentro es una linda metáfora de lo que debía ser nuestra tierra. Un espacio abierto a todos, hermoso y libre, azul y brillante, sin vallas ni barreras, sin posibilidad de fronteras en medio, aunque según he oido, haberlas, haylas, como diría un gallego. Bajo nuestros pies se extiende un mullido colchón de nubes que ocultan a nuestra vista los ríos y las montañas, los mares y los pueblos desde donde, con toda seguridad, alguien aguzará el oido a nuestro paso añorando viajes emocionantes e imposibles.
Tras horas de atravesar dos continentes entre el aburrimiento y el temor a la lejanía del suelo, llegamos a Shanghái en una linda mañana de octubre del dos mil diecinueve. Brillaba el sol, aunque debo hacer constar que el color y el brillo del cielo no me parecieron de la misma intensidad de los que disfrutamos en mi Madrid. Un tanto más gris, un tanto enfermo de humo y polución lo sentí, pero aún así respiré a pleno pulmón el aire de este país aún desconocido que me disponía a recorrer para visitar sus rincones y sus gentes.
Empezamos yendo en un taxi al que con mucha dificultad le hicimos saber la dirección del hotel al que nos dirijiamos. El recorrido, inmersos en un atasco monumental, ya nos abrió los ojos como platos ante la imponente presencia de multitud de edificios de los que por mi tierra llamamos rascacielos, parecía como si en cada metro cuadrado libre hubiese nacido uno de ellos con el propósito de atravesar la insalubre atmósfera. Se adornaban con atributos de modernidad, estilo e indudable belleza un tanto empañada por la aglomeración que ocultaba unos a otros como si cada uno de ellos quisiera ser admirado el primero.


Tras mas de una hora de viaje llegamos por fín al destino de nuestra primera carrera. Nuestro alojamiento se encontraba en una situación privilegiada de la ciudad, la plaza del Pueblo, 人民广场, 
una plaza que como veríamos más adelante, era lugar de encuentro de artistas callejeros, danzarinas afinicionadas, folklóricas representaciones y otras rarezas que más adelante seguiré relatando. La fachada a la que nos dirijíamos tenía trazos de templo griego, con sus columnas de bienvenida y su porte impresionante.


Nos registramos sin problemas frente a una bella señorita que hablaba inglés con bastante fluidez respecto a mi escaso dominio de ese idioma sajón. Cuando subimos a la habitación guiados por un botones no pudimos poner unas monedas en sus manos porque aún no habíamos cambiado nuestros euros, así que le prometimos por señas que algo le daríamos más tarde, aunque nunca cumplimos esa promesa, no por tacañería, sino porque a la hora de cumplirla al día siguiente no pudimos estar seguros de cual de los botones era el que nos había subido al 9º piso. Aunque parezca un tópico, al principio no podíamos distinguir las caras de los chinos, todos son iguales, como se decía en España antes de que llegasen para llenar nuestras calles de restaurantes y tiendas de alimentación y todo a 100.

Tras deshacer maletas, una ducha rápida y un cambio de ropa apresurado salimos a la calle como observadores ansiosos. La plaza estaba rebosante de gente, los bancos ocupados por personas de la más variada condición, gozando todos de los espectáculos improvisados que se desperdigaban por la plaza. Un grupo de mujeres vestidas con vistosos ropajes folklóricos bailaban al ritmo de una música pegadiza, un joven al que no escuchaba nadie cantaba una triste canción bajo un árbol, un extraño personaje se contorsionaba junto a la sonoridad de un aparato de radio, todo ello daba a la plaza un ambiente de alegría y tranquilidad del que disfrutamos un buen rato para despojarnos de todo el mal rollo que todo viaje largo te provoca.







Descansemos un poco hasta que el tiempo nos permita seguir con nuevas entradas.

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